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lunes, 29 de julio de 2013

Un adelanto del Grito Sagrado





Hace frío y ya pasaron más de dos horas desde que camino contorneando la Bahía de Stanley. Busco un puente que me lleve al viejo aeropuerto, traigo un mapa; dibujado en una servilleta de un café de Buenos Aires. Me lo hizo Claudio Guasardi, un combatiente de Malvinas, que sabe del frío, del hambre, de la valentía, de la guerra y de la muerte.
El mapa me conduce al viejo aeropuerto. Esos paisajes, me dijo Claudio: "fueron mi primer contacto con mis Islas”. Sigo caminando, haciendo fotos de un atardecer que estalla en un rojo profundo, allá donde se refugia Puerto Argentino. Lentamente irrumpo en la Isla Soledad y una llovizna me hace resguardar. Ya no siento las manos, ni los pies. Pienso en los chicos de la guerra, en el gélido frío que debieron soportar, y recuerdo la frase que me dijo Julio Berta, otro combatiente: “Yo no sabía quién me iba a matar primero, si el frío, mis oficiales o los ingleses”. Guardo la cámara, ya no hay luz disponible. Sólo la oscuridad, las Malvinas y yo como únicos testigos. Nada más se escucha el viento, que se lo lleva todo. En estas Islas se está demasiado lejos de casa. Saco el mate (es lo más argentino que tengo en la mochila) y empiezo a repasar las imágenes de este viaje: ver las Islas desde el cielo, me hace acordar al mapa que nos enseñaron en el colegio. Son igualitas; tan hermosas, tan nuestras.
Aterrizar en la Base Militar Montplasant, donde por ser argentino te explican cómo tenés que moverte; es por seguridad, y nos advierten que están prohibidos los colores celeste y blanco.
Caminar por los que fueron campos de batalla, 30 años después, donde aún siguen desparramados las cosas de los soldados argentinos: descubro borcegos, pilas, camperas, balas, etc. Adentrarse en las trincheras, como quedándome inmóvil esperando que explote algo o el ataque del enemigo. En este lugar, aunque vacío ahora, se pueden sentir los gritos que quedaron por siempre. Darwin, la parte más argentina de las Islas, bien lejos del contacto isleño, donde solamente se escucha el repiqueteo de los rosarios plásticos en las cruces blancas de las sepulturas. También veo la lápida con una inscripción que me golpea y se clava para siempre en el alma: “Soldado argentino, sólo conocido por Dios.”
Camino… pero me recorre una extraña sensación, porque no sabés si estás en un campo minado, y porque hiere la exagerada indiferencia de los isleños para los que somos argentinos.
El mate amargo no sólo calienta mis manos, también calienta mi sangre. Lloro como un niño, como un argentino que no sabe perder. Pienso para qué sirven las guerras, las muertes absurdas, en los chicos, en los suicidios por el olvido del pueblo y el Estado. Pienso en los sobrevivientes, en los que siguen combatiendo hoy. Ellos, los caídos, los que se suicidaron y los que volvieron, son héroes de la patria.
Mis lágrimas las seca el viento. En este rincón olvidado y oscuro nació el grito sagrado. Espero que sientan las Islas de la misma manera que las sentí yo.

Gonzalo Prados