Hace frío y ya pasaron más de dos horas desde que camino
contorneando la Bahía de Stanley. Busco un puente que me lleve al viejo
aeropuerto, traigo un mapa; dibujado en una servilleta de un café de Buenos
Aires. Me lo hizo Claudio Guasardi, un combatiente de Malvinas, que sabe del
frío, del hambre, de la valentía, de la guerra y de la muerte.
El mapa me conduce al viejo aeropuerto. Esos paisajes, me
dijo Claudio: "fueron mi primer contacto con mis Islas”. Sigo caminando, haciendo
fotos de un atardecer que estalla en un rojo profundo, allá donde se refugia
Puerto Argentino. Lentamente irrumpo en la Isla Soledad y una llovizna me hace
resguardar. Ya no siento las manos, ni los pies. Pienso en los chicos de la
guerra, en el gélido frío que debieron soportar, y recuerdo la frase que me
dijo Julio Berta, otro combatiente: “Yo no sabía quién me iba a matar primero,
si el frío, mis oficiales o los ingleses”. Guardo la cámara, ya no hay luz
disponible. Sólo la oscuridad, las Malvinas y yo como únicos testigos. Nada más
se escucha el viento, que se lo lleva todo. En estas Islas se está
demasiado lejos de casa. Saco el mate (es lo más argentino que tengo en la mochila)
y empiezo a repasar las imágenes de este viaje: ver las Islas desde el cielo, me
hace acordar al mapa que nos enseñaron en el colegio. Son igualitas; tan
hermosas, tan nuestras.
Aterrizar en la Base Militar Montplasant, donde por ser
argentino te explican cómo tenés que moverte; es por seguridad, y nos advierten
que están prohibidos los colores celeste y blanco.
Caminar por los que fueron campos de batalla, 30 años
después, donde aún siguen desparramados las cosas de los soldados argentinos:
descubro borcegos, pilas, camperas, balas, etc. Adentrarse en las trincheras, como
quedándome inmóvil esperando que explote algo o el ataque del enemigo. En este
lugar, aunque vacío ahora, se pueden sentir los gritos que quedaron por
siempre. Darwin, la parte más argentina de las Islas, bien lejos del contacto
isleño, donde solamente se escucha el repiqueteo de los rosarios plásticos en
las cruces blancas de las sepulturas. También veo la lápida con una inscripción
que me golpea y se clava para siempre en el alma: “Soldado argentino, sólo
conocido por Dios.”
Camino… pero me recorre una extraña sensación, porque no
sabés si estás en un campo minado, y porque hiere la exagerada indiferencia de
los isleños para los que somos argentinos.
El mate amargo no sólo calienta mis manos, también calienta
mi sangre. Lloro como un niño, como un argentino que no sabe perder. Pienso para
qué sirven las guerras, las muertes absurdas, en los chicos, en los suicidios
por el olvido del pueblo y el Estado. Pienso en los sobrevivientes, en los que
siguen combatiendo hoy. Ellos, los caídos, los que se suicidaron y los que
volvieron, son héroes de la patria.
Mis lágrimas las seca el viento. En este rincón olvidado y
oscuro nació el grito sagrado. Espero que sientan las Islas de la misma manera
que las sentí yo.
Gonzalo Prados